Cuatro días de retiro para empezar bien nuestro Capítulo — Español

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Cuatro días de retiro para empezar bien nuestro Capítulo

Después de cuatro días de retiro, compartimos con vosotros una de las reflexiones de Pe. António Bellella a partir de una reflexión del Papa Francisco.

Ahora, Señor, según tu promesa (Cf. Lc 2, 21-30) 

 

 

 

 

 

 

 

Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la llegada del Mesías. Pero no es una espera pasiva sino llena de movimiento. En este contexto, sigamos pues los pasos de Simeón: él, en un primer momento, es conducido por el Espíritu, luego, ve en el Niño la salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2,26-28). Detengámonos en estas tres acciones y dejémonos interpelar por algunas cuestiones importantes para nosotros.

La primera, ¿qué es lo que nos mueve?

Simeón va al templo «conducido por el mismo Espíritu» (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena. Es Él quien inflama el corazón de Simeón con el deseo de Dios, es Él quien aviva en su ánimo la espera, es Él quien lleva sus pasos hacia el templo y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque aparezca como un niño pequeño y pobre. Así actúa el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, tampoco en las apariencias llamativas ni en las demostraciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la cruz, también ahí hay una pequeñez, una fragilidad, incluso un dramatismo. Pero ahí está la fuerza de Dios. La expresión «conducido por el Espíritu» nos recuerda lo que en la espiritualidad se denominan «mociones espirituales», que son esas inspiraciones del alma que sentimos dentro de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen o no del Espíritu Santo. Estemos atentos a las mociones interiores del Espíritu. Preguntémonos entonces, ¿de quién nos dejamos principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del espíritu del mundo? Esta es una pregunta con la que nos debemos confrontar los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de concebir nuestra consagración en términos de resultados, de metas y de éxito. Nos movemos en busca de espacios, de notoriedad, de números —es una tentación—. El Espíritu, en cambio, no nos pide esto. Desea que cultivemos la fidelidad cotidiana, que seamos dóciles a las pequeñas cosas que nos han sido confiadas. Qué hermosa es la fidelidad de Simeón y de Ana. Cada día van al templo, cada día esperan y rezan, aunque el tiempo pase y parece que no sucede nada. Esperan toda la vida, sin desanimarse ni quejarse, permaneciendo fieles cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu encendió en sus corazones. Podemos preguntarnos, hermanos y hermanas, ¿qué es lo que anima nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o cualquier otra cosa? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en la sociedad?

Una segunda cuestión es, ¿qué ven nuestros ojos?

Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y reza diciendo: «mis ojos han visto tu salvación» (v. 30). Este es el gran milagro de la fe: que abre los ojos, trasforma la mirada y cambia la perspectiva. Como comprobamos por los muchos encuentros de Jesús en los evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira, rompiendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas y dándonos una mirada nueva para vernos a nosotros mismos y al mundo. Una mirada nueva hacia nosotros mismos, hacia los demás, hacia todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, sino sapiencial: la mirada ingenua huye de la realidad o finge no ver los problemas; se trata, por el contrario, de una mirada que sabe «ver dentro» y «ver más allá»; que no se detiene en las apariencias, sino que sabe entrar también en las fisuras de la fragilidad y de los fracasos para descubrir en ellas la presencia de Dios. La mirada cansada de Simeón, aunque debilitada por los años, ve al Señor, ve la salvación. ¿Y nosotros? Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos? ¿Qué visión tenemos de la vida consagrada?

Por último, una tercera cosa, ¿qué estrechamos en nuestros brazos?

Simeón tomó a Jesús en sus brazos (cf. v. 28). Esta es una escena tierna y densa de significado, única en los evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús es lo esencial, es el centro de la fe. A veces corremos el riesgo de perdernos y dispersarnos en mil cosas, de fijarnos en aspectos secundarios o de concéntranos en nuestros asuntos, olvidando que el centro de todo es Cristo, a quien debemos acoger como el Señor de nuestra vida. Cuando Simeón toma en brazos a Jesús, sus labios pronuncian palabras de bendición, de alabanza y de asombro. Y nosotros, después de tantos años de vida consagrada, ¿hemos perdido la capacidad de asombrarnos? ¿O tenemos todavía esta capacidad? Hagamos un examen sobre esto, y si alguno no la encuentra, pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo en nosotros, ocultas como la del templo, cuando Simeón y Ana encontraron a Jesús. Si a los consagrados nos faltan palabras que bendigan a Dios y a los otros, si nos falta la alegría, si desaparece el entusiasmo, si la vida fraterna es sólo un peso, si nos falta el asombro, no es porque seamos víctimas de alguien o de algo, el verdadero motivo es que ya no tenemos a Jesús en nuestros brazos. Y cuando los brazos de un consagrado, de una consagrada no abrazan a Jesús, abrazan el vacío, que buscan rellenar con otras cosas, pero el vacío queda. Tener a Jesús en nuestros brazos, esta es la señal, este es el camino, esta es la “receta” de la renovación. 

Propuesta de «ejercicio espiritual»

  1. En primer lugar, aplica a tu propia vida los tres interrogantes principales que plantea el texto. Completa tu examen personal ayudándote del resto de las preguntas que aparecen en el texto.
  2. Lee despacio, después, el texto del evangelio San Lucas, subrayando los términos que más te llaman la atención. Suele ser muy útil utilizar lápiz y papel, se puede incluso transcribir el texto.
  3. Procura, en tercer lugar, tener un largo rato de oración que tenga en cuenta tanto el repaso de las preguntas como la lectura meditativa y personalizada del texto. Puedes realizar este paso con una contemplación ignaciana o con una lectio divina; en todo caso, lo importante no es el método orante sino el hecho de interiorizar y profundizar en el texto.
  4. Haz el esfuerzo de concretar tu discernimiento orante en los tres niveles siguientes: ¿qué me pide ahora el Espíritu a nivel personal, comunitario y congregacional?
  5. Concluye con una acción de gracias por el momento de contemplación.
  6. Reza el «Padre Nuestro».